jueves, 25 de septiembre de 2008

VENIR AL MUNDO


Guillermo Samperio

A David Ojeda


QUIERO RECORDAR la tarde en que se derramo el vaso. Ningún accidente de la memoria puede retardar, a pesar de los ocho años que han trascurrido, que las imágenes tomen cuerpo, que me pasen y provoquen nuevos escalofríos. No, la memoria informe no puede retardarla. Aunque ella, excelente saboreadora, me haya borrado el color de las paredes de la casa en que lloré, a pesar de que el color del cielo se encuentre escamoteado. Pero el cielo lo prefiero gris, así, como apenas me llega. Además, lo que me interesa puede regresar y ser contado con unas cuantas palabras y una fecha. La tarde pertenece a un día llamado 2 de octubre de 1968. Puede afirmarse que yo nací aquella tarde de cielo gris, rodeada de paredes perturbadas. Tengo ocho años de edad, ocho años de dolor. En esa tarde, sin querer, me nació también mucho llanto.
Con esto no quiero justificar el olor que despiden las alcantarillas de mi ciudad, no quiero justificar esta cursilería de mierda; sólo que ahora, en verdad, tengo veintiocho y entonces fue octubre, un octubre descolorido, perforado; un octubre desbordante de zapatos en el suelo, de libros y de chamarras, de brazos y de piernas. Luego, lejos de la plaza, después de recorrer una ciudad desfigurada, fue mi madre con sus ojos espantados, abriéndome la puerta, como el dolor temblándole en la barbilla. Era el refrigerador, la mesa de no sé qué forma y una ventana que se abría a ese cielo sucio. Mientras yo nacía en el quicio de la puerta, frente a esos ojos que adivinaban un futuro de armas, de pólvora en las manos, el radio nada, señores, nada.
Lágrimas nuevas, cargadas de carne acribillada, lágrimas nuevas lavaron el piso de la casa. Aquella tarde se limpiaron los espejos para que reflejaran con justeza lo que sucedía en las calles. A mis brazos les nacieron vellos, también a mis testículos.
Ahora, sentado en esta silla naranja, ahora que hasta los colores vuelven con su fuerza, digo, ahora me vale madres la otra vida, de sofás aterciopelados, la de la dulce inconciencia. Digo que todo se mezcla y se penetra las lágrimas y la rabia, el silencio de los diarios, los gritos en la plaza, los ojos temerosos de mi madre frente a un hijo que le nacía nada más y nada menos, de nueva cuenta.

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